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Aprendizajes de convivencialidad de la experiencia de Can Piella

Oleguer L.

Introducción

Can Piella fue un proyecto comunitario y social que se desarrolló durante tres años y medio en la masía okupada homónima, cerca de La Llagosta (Vallès Oriental). Una comunidad –de 5 personas en el inicio, y que fue creciendo hasta ser de 11 personas al final– llevó a cabo las tareas de rehabilitación que eran necesarias de entrada y, poco a poco y con la ayuda de mucha gente que se fue involucrando más o menos directamente, fueron desarrollando un proyecto social y de autogestión económica. Convivencia y transformación social fueron dos líneas de trabajo fundamentales y estrechamente relacionadas, de modo que los éxitos de una (que, a pesar de tener obviamente muchas limitaciones, fue considerablemente sólida) se trasladaron a la otra. Este hecho se hizo visible, por ejemplo, a través de un gran apoyo social cuando se tuvo que afrontar el desalojo.

Como integrante de aquella comunidad desde sus inicios, he pensado que hacer el esfuerzo de recoger los aprendizajes de convivencialidad que saqué, además de ayudarme a ordenar un poco las ideas, podía ser de interés y ayuda para algunas personas y proyectos comunitarios. Pienso que est es especialmente importante en un momento en que la mayoría de proyectos comunitarios tienen graves problemas de convivencialidad. Eso es totalmente comprensible, pues hemos sido criados por un sistema basado en la dominación, hecho que inevitablemente ha favorecido dentro de nosotros los valores coherentes con esta dominación (egoismo, hedonismo, materialismo…); un grave círculo vicioso, ya que precisamente esto obstaculiza enormemente que seamos capaces de organizarnos, convivir e ir planteando una nueva sociedad basada en la cooperación de los seres humanos.

Así, este texto (de momento un esbozo) quiere ser una humilde contribución desde la experiencia y la reflexión a un aspecto tan clave –y sobre el que nos falta trabajar tanto– es la convivencialidad. Va enfocado especialmente a aquellas personas que, ante la crisis del sistema actual, se plantean formar parte –o ya estén formando parte– de una comunidad con la voluntad de contribuir activamente al cambio radical mediante la experimentación, la reflexión y la difusión de las bases de una nueva sociedad.

Crítica y voluntad de mejora personal y comunitaria

Un buen punto de partida es aceptar que, tanto a nivel personal como grupal y social, estamos maleducados por un sistema donde prevalece el interés personal y la competencia a todos los niveles, por lo que nos queda mucho que aprender, mucho que mejorar. Para poder llevar a cabo este proceso nos necesitamos los unos a los otros; necesitamos poner en sintonía la mejora de nosotros mismos con la mejora de los que nos rodean. Son dos conceptos indisociables, porque lo que nos rodea nos influye profundamente a la vez que nosotros lo influimos. Así pues es impresdincible de cara a la convivencialidad establecer un espíritu general y común de voluntad de mejora personal y colectiva, que tiene que estenderse del mismo modo a la voluntad de mejora de la sociedad, como explicaré más adelante.

Un primer elemento fundamental para esto es a mi entender la concepción de la crítica. Hay que entender y practicar la crítica como una oportunidad de mejora, un acto de amor entre las personas que resulta de gran importancia para la comunidad. Para esto, es importante forzarnos a criticar a los demás sobre aquellos aspectos en que pueden mejorar, haciendo explícito este amor y voluntad de mejora en cada crítica, cuidando el lenguaje para procurar que la otra persona pueda tomarselo positivamente y buscando un contexto adecuado. Por el otro lado, cuando nos encontramos en la posición de receptores hay que superar la visión de la crítica como un ataque: aunque a veces una crítica pueda tener cierta parte de ataque, tenemos que saber escucharla, sacar de ella lo constructivo, reflexionar y agradecerla a la persona que nos la ha hecho, resaltando lo que hemos aprendido. Así, hay que trabajar dos valores complementarios, la sinergia de los cuales es un elemento decisivo para el buen funcionamiento colectivo: la humiltad y la voluntad. La primera nos sirve no sólo para enfrentarnos con nuestro orgullo cuando recibimos una crítica y poder aprender de ella, sino también para saber extraer los reproches derivados de nuestro ego a las críticas que hacemos a los demás. La segunda, para hacer el esfuerzo de comunicar ciertas críticas, a pesar de que siempre sea más fácil quedarse en un apariente buen rollo mientras posponemos la sinceridad o esperamos que otra persona haga estre trabajo “incómodo”, así como para no caer en interpretaciones fáciles y autocomplacientes de las críticas que nos formulan. No obstante, además de no trabajarlos acostumbramos a caer en malinterpretaciones de estos valores, y a desequilibrios en la relación entre ambos: un exceso de humildad se utiliza muchas veces para justificar una actitud pasiva y desresponsabilizada ante los problemas colectivos (“¿quién soy yo para luchar con eso/decirles lo que tienen que hacer/cambiar?”), mientras que un exceso de voluntad nos conduce a sentirnos “superiores” a los demás por el hecho de hacer más trabajo, y dedicarles reproches con la intención indirecta de afirmar esta “superioridad”. Por todo esto es fundamental trabajar estos dos valores buscando un equilibrio. Sería bueno destacar también que la competitividad, un valor que tenemos muy profundamente arraigado, suele ser un gran obstáculo para todo este proceso; inevitablemente tendimos a estar constantemente comparando nuestras aptitudes y lo que hacemos con los demás. Esto nos lleva a situaciones bastante negativas: por un lado, sentirnos en inferioridad y/o juzgados y, en consecuencia, bloquearnos y dejar de luchar por mejorar y, por el otro, menospreciar a las personas que tienen más dificultad en mejorar algun aspecto. Una buena manera de trabajar esta competitividad sin caer en la apatía y el acomodamiento pienso que es el competir con nosotros mismos, es decir, dejar de compararnos con los demás para compararnos con nosotros mismos tiempo atrás; dejar de pensar “esta persona/colectivo lo hace mucho mejor que yo/nosotros” y pensar “he/mos mejorado respecto a como lo hacía/mos antes (¡muy bien!), y si todavía quiero/queremos mejorar más puedo/podemos aprender de esta persona/colectivo”.

Finalmente, quiero reivindicar el sentido del humor como un lubricante muy sano de todos estos mecanismos de mejora. Reírnos de nosotros mismos, del colectivo o de las cosas que nos rodean es un ejercicio que nos ayuda a liberarnos del orgullo, el ego y otras tensiones que podamos llevar. Así, es bueno que en la comunidad impere un cierto sentido del humor, si bien tiene que haber espacios bien diferenciados donde la seriedad sea total.

Diálogo y toma de decisiones

Además de trabajar la comunicación, de cara a establecer de una forma sólida pero flexible este proyecto común que nos permita mejorarnos a nosotros mismos, a las personas que nos rodean y a la sociedad en general es fundamental poder tomar decisiones de una forma efectiva. Estas decisiones nos permiten gobernar nuestra acción conjunta en sinergía, lo que produce una motivante sensación de estar trabajando verdaderamente codo a codo, potenciándonos como personas.

Para hacerlo posible, un primer paso imprescindible es dotarse de un método de toma de decisiones: la Asamblea. Por ahora, de todos los proyectos que he visitado o conocido, no he encontrado ninguno donde, sin tener una asamblea periódica bien establecida, haya una comunicación suficientemente buena; más bien numerosas veces, hablando de problemas que hay en una comunidad con alguno de sus miembros, hemos llegado a la conclusión que la pricnipal causa es que no hau un método claro de toma de decisiones. No niego que se pueda funcionar, cuando vayamos muy sobrados en materia de comunicación, otros modos de funcionar que no entren exactamente dentro de lo que entendemos por asamblea, pero pienso que quererlo ahora es querer empezar la casa por el tejado, pues estamos muy desentrenados para funcionar de forma colectiva. Para poder tomar decisiones en igualdad de voz y voto y de forma que se maximice la inteligencia colectiva lo más fácil y práctico es juntarnos todas las personas del colectivo para deliberar y decidir sobre todo aquello que afecta el proyecto que compartimos; y esto es lo que se hace en una asamblea.

Además, es vital que todas las personas de la comunidad respeten y valoren esta asamblea como método de toma de decisiones del colectivo, llevando a cabo con rigor las decisiones que en ella se toman. Hay que evitar como sea la aparición de dinámicas de pasarse por el forro las decisiones de la asamblea, porque afectan de una forma especialmente negativa la confianza y el espíritu de trabajo colectivo, y de rebote todo el proyecto pierde mucho fuelle.

Esto no quiere decir, aún así, que todas las decisiones se tengan que tomar por asamblea. Para permitir el máximo de eficacia de la acción colectiva es deseable establecer mecanismos para que la toma de aquellas decisiones más técnicas sea hecha por las personas que lo llevarán a la práctica, de modo que en la asamblea sólo se informe del transcurso de las diferentes actividades más concretas y se pueda dedicar la mayor parte del tiempo a deliberar y decidir sobre los aspectos más generales y/o que más afectan al conjunto del proyecto común. También es interesante conseguir que las asambleas duren menos de dos horas (por ejemplo, con una buena dinamización y temporización de estas), porque a partir de este tiempo la capacidad de comunicación de la mayor parte de personas empieza a reducirse significativamente. Según mi experiencia, pienso que hacer una asamblea de dos horas a la semana es idóneo para proyectos que ya estén mínimamente consolidados, y quizás un poco más de tiempo para proyectos que empiecen.

Unos objetivos claros

Una primera decisión importante que hay que tomar son los objetivos generales del proyecto, para definir a grandes rasgos la visión y las líneas de trabajo que constituirán la base del mismo. Esto servirá de guía para futuras decisiones y enmarcará la acción del proyecto, tanto para nuevas personas que hayan podido entrar como para las que ya están dentro. No hace falta decir que estos objetivos tienen que poder matizarse o incluso modificarse si el grupo lo encuentra conveniente, por ejemplo a través de una asamblea especial cada año.

Es importante no posponer –y aún menos obviar– el establecimiento de estos colectivos, como desafortunadamente pasa en muchos proyectos comunitarios. A pesar de ser un proceso duro y complicado de reflexión cuando quizás tenemos más ganas de acción y práctica, este proceso nos asegura que estamos de acuerdo en un proyecto común, hecho que nos ahorrará decepciones en un futuro, a nivel personal, y nos proporciona una base para valorar la evolución del proyecto y detectar a tiempo las dinámicas de pérdida del rumbo transformador, a nivel colectivo. En otras palabras, el reto que afrontamos es complicado –porque representa ir a contracorriente–, y el camino está lleno de tentaciones para abandonar la lucha y acomodarnos; tener unos objetivos bien definidos desde el principio nos puede proteger de muchos de estos peligros.

Más allá de la justicia

En el terreno de nuestra actividad del día a día tendemos a comparar constantemente lo que hacemos/damos nosotros a la comuniadd con lo que hacen/dan los demás, buscando siempre recibir según nuestro mérito, según la idea de “justicia”. No obstante, creo firmemente que esta idea conlleva muchos problemas a nivel convivencial, ya que nos enfrenta los unos contra los otros, además de generar dinámicas de pasividad, pues si alguien baja su nivel de actividad por alguna circunstancia es fácil que los demás empiecen a plantear bajar su parte. Hay que transcenderla, ir más allá, dejando de fijarnos en si alguien hace menos que nosotros para fijarnos, en todo caso, en si alguien hace más que nosotros.

Una idea que puede ayudar a dar este salto es que todos valoramos de un modo diferente la importancia de las tareas a hacer. Cuando avaluamos el trabajo que hacen las distintas personas de la comunidad no lo hacemos simplemente por horas, sino que de algun modo ponderamos el tiempo dedicado a cada cosa por la importancia que le damos a aquel aspecto, según nuestro propio criterio de ponderación. Como este criterio es subjetivo de cada persona, la percepción de lo que aporta cada persona difiere notablemente según la persona que evalúa. A este hecho hay que añadirle que, con la intención de aportar al bien colectivo, tendemos a poner nuestras energías en aquellas tareas que, según nuestro criterio, son más necesarias (que tienen más peso). No es nada raro, pues, que siempre nos parezca que somos los que más hacemos por la comunidad; es una sensación natural de la convivencia sana, que deriva de este criterio de valoración diferente, y por tanto tenemos que acostumbrarnos a convivir con ella y no preocuparnos. Incluso podemos afirmar que más bien tenemos que preocuparnos cuando no la tengamos, porque puede querer decir que estamos entrando en una dinámica personal de pasividad, negativa para la comunidad.

No obstante, si bien la dinámica de apoyarse excesivamente en los demás no es deseable, es imporatnte no caer en el otro extremo, que podríamos llamar asistencialismo relacional, que consistiría en centrarse en dar a alguna persona sin permitirle que sea ella la que nos dé. Esta conducta es negativa porque impide a la otra persona mejorarse a través de darnos; el único que se mejora como persona es el asistente, mientras que el asistido tiende a hacerse dependiente y empequeñirse. Para crecer como personas es tan importante dar a los demás como recibir de ellos, así que es importante buscar un cierto equilibrio, aunque siempre hay que buscar decantar la balanza en favor del dar.

Apertura, revolución y comunidad

A mi entender, uno de los errores que más afectan las experiencias comunitarias es mirarse demasiado el ombligo. El peligro que conlleva este hecho es doble y profundo:

Por un lado, la marginalización social del proyecto –directa o indirectamente consentida por sus miembros–. Está claro que la sociedad actual, a través de sus medios de comunicación pero también de los juicios a priori de las personas, tenderá a marginalizar toda iniciativa que tenga unos patrones de funcionamiento radicalmente opuestos (cooperación en vez de competencia, horizontalidad en vez de jerarquía, integración en la naturaleza en vez de depradación de esta, etc.). Esto hace necesario, de cara a una buena difusión de las ideas y la práctica emanciadora, un esfuerzo elevado para estar permanentemente en diálogo con la sociedad.

Pero, además de esta consecuencia en la relación comunidad-sociedad, contrariamente a lo que se tendería a pensar de buenas a primeras, centrarse casi exclusivamente en los lazos relacionales dentro de la comunidad, dejando en un segundo plano la relación con la sociedad, tiene consecuencias negativas en la propia convivencia dentro del proyecto. La experiencia me ha llevado a creer firmemente que, siempre que impere un clima de amor y trabajo codo a codo a nivel interno, funciona la máxima “a más diálogo, apertura y entrega hacia la sociedad (el entorno de la comunidad), mejor convivencia interna del proyecto”.

Aunque pueden haber muchas explicaciones de este hecho, a continuación intentaré dar una:

El ego es una cárcel que nos impide estar bien con nosotros mismos. Desatarnos de él y pensar en los demás nos hará estar mejor con nosotros mismos. Es fácil que todas las personas que apostamos por vivir en comunidad estemos rápidamente de acuerdo en este punto, pero podemos ir más allá: cuando la comunidad deviene un ente, aparece también una fuerza análoga al ego a nivel comunitario, que empuja a las comunidades a mirarse el ombligo, tal y como he descrito. De la misma manera que con el ego, desatarnos de esta fuerza “egoística” comunitaria y enfocar nuestra acción a la humanidad permitirá a la comunidad estar mucho mejor con ella misma, es decir que permitirá una mejor convivencia entre sus miembros. Así, el hecho de ver que juntos estamos mejorando la sociedad nos une como comunidad, nos dá más fuerzas y nos empuja a relativizar y superar conflictos personales.

Además, no podemos obviar que las dinámicas de competencia del sistema actual suponen un ataque constante a toda idea de convivencialidad, ante las cuales se hace necesaria una cierta defensa y confrontación si no queremos ser llevados por las violentas corrientes que mueve su potente maquinaria. Por consiguiente, no podemos pretender cambiar sólo la convivencialidad sin cambiar la sociedad que nos rodea; el trabajo a los diferentes niveles tiene que ser paralelo y sinérgico. Así, a modo de conclusión, creo que tenemos que hacer un trabajo de unión de los conceptos “revolución” y “convivencia”. De aquí se desprenden dos líneas de trabajo complementarias, que podemos desarrollar en los próximos años:

– Dotar la revolución de contenido convivencial, porque sin un cambio progresivo y radical en nuestros valores esta no es posible.

– Orientar nuestras experiencias comunitarias a la revolución, porque el principal obstáculo para nuestra buena convivencia es que vivimos en una sociedad profundamente anti-convivencial, que enfrenta los unos contra los otros constantemente.

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One Comment

  1. muchas gracias por compartir estas reflexiones!